Renegados, y a mucha honra
Ahora que ya tenemos en mente qué paso en la Guerra Civil de Castilla entre Pedro I el Cruel y Enrique II de Trastámara, y en la Guerra Civil de Navarra entre Carlos Príncipe de Viana y su padre Juan II de Aragón (textos sobre la destrucción de los poblados y la Guerra Civil de Navarra), vamos a ver un poco más en concreto cómo afectaron a nuestro pueblo y de dónde nos viene el gentilicio de “renegados”.
Hemos hablado de cómo Carlos II el Malo de Navarra había jugado a dos bandas durante el siglo XIV, prometiendo su apoyo tanto a Pedro I como a Enrique II, y que, a consecuencia de la Batalla de Nájera, los poblados del alfoz de San Vicente habían sido arrasados por las tropas que se habían desplazado hasta aquí para la batalla. Pero ¿por qué pasó esto? ¿Por qué Carlos II no hizo por impedirlo? Veamos quiénes eran esas tropas y cómo actuaban.
De cara a la batalla por la corona de Castilla, tanto Pedro I, que defendía el título, como Enrique II, que aspiraba al trono, habían buscado apoyos internacionales en Inglaterra y Francia respectivamente. Contaban con tropas de soldados propias o al servicio del rey que les apoyaba, pero también se contrataron cuerpos de soldados de fortuna (para entendernos: los mercenarios de toda la vida) que habían participado en las batallas de la Guerra de los Cien Años y que en los periodos de calma entre guerras campaban por la campiña francesa causando estragos. Se les conocía como Grandes Compañías y, al mando de Bertrand du Guesclin, vinieron a apoyar al bando de Enrique de Trastámara.
Cuando Carlos II el Malo de Navarra se enteró de que estas Compañías se estaban concentrando en Montpellier le entró el pánico. Se vio rodeado por el conflicto castellano y sabía que, sí o sí, las Compañías iban a pasar por su reino. Era consciente de que estas gentes arrasaban por donde pasaban sin que se le pudiera pedir cuentas a quien las había contratado porque mientras lucharan con fiereza, lo demás se les perdonaba. Así que Carlos II puso en marcha los preparativos para aguantar el envite lo mejor posible. Se llamó a la gente a las armas, se ordenó que todo el mundo volviera a sus municipios si es que estaban fuera, se prohibió la entrada de forasteros en los pueblos, se nombraron capitanes en las principales villas fuertes, se ordenó poner a punto los castillos y fortalezas, se hicieron recaudaciones especiales para pagar los gastos que esto suponía… Incluso se ordenó que, en los municipios donde hubiera población judía, se les permitiera refugiarse dentro de la muralla cuando pasaran los soldados, cosa que demuestra una gran preocupación teniendo en cuenta la mentalidad de la época con respecto a la separación de la gente según su religión.
Hubo dos momentos de máxima tensión: a principios de 1366, cuando las Grandes Compañías vinieron a Navarra, y después del verano, cuando volvieron a marcharse.
En febrero, Carlos encargó expresamente al merino de Estella que viniera a visitar San Vicente, Laguardia, Viana y Los Arcos, impidiendo la entrada de gentes extrañas y decretando las obras de fortificación donde lo viera necesario. Aunque a los pocos días retiró la orden. En Pamplona se prohibió que la gente fuera armada por la calle y se ordenó que se cerrasen los portales al anochecer, no dejando que nadie de fuera se quedara a pasar más de una noche en la ciudad.
En abril ordenó al pueblo de Cortes que pagaran la primicia los que normalmente estaban exentos (moros, judíos…) y que además debían aportar un peón por cada cinco hombres. A los comisarios de Estella se les dice que paguen la primicia durante cinco años y también un peón por cada cinco vecinos; a cambio estaban exentos de sus obligaciones para con San Vicente, Viana y Laguardia. Era una situación un poco de “sálvese quien pueda”.
Las Grandes Compañías, que habían atravesado los Pirineos a finales de 1365, entraron en Navarra por Tudela y allá por donde pasaban iban dejando enormes destrozos. Después del verano, cuando Enrique II dejó de necesitar a las Compañías (aunque se quedó con Du Guesclin y algunos hombres), licenció a los soldados porque para qué vas a seguir pagándoles el salario cuando ya no te hacen falta. Así que el camino de vuelta a Francia lo hacían “en el paro” y se dedicaron a ganarse el sustento como mejor sabían: robando, saqueando, quemando, asaltando… Las tropas tenían que haber vuelto a Francia por los pasos aragoneses, pero como fracasaron en su intento de tomar Jaca, cambiaron de rumbo hacia Navarra para cruzar los montes por la ruta de Sangüesa-Roncesvalles.
En la Merindad de Estella hay algunos problemas con la cronología, pero parece que los historiadores están de acuerdo que fueron estas Grandes Compañías de mercenarios de Enrique II los que más destrozos causaron, tanto a la ida como a la vuelta. Sin embargo, no faltaron espabilados que vieron una oportunidad de sacar provecho, y hay casos documentados de campesinos que se dedicaron al saqueo con la esperanza de hacerlo pasar como parte del caos generado por los soldados.
El castillo de San Vicente fue tomado por los bretones al mando de Du Guesclin, por lo que Carlos II, envió una delegación a negociar con ellos, acordando que abandonarían el castillo a cambio de ser escoltados hasta Borja. ¿Dónde estaba Carlos II? ¿Por qué no estaba aquí defendiendo a su gente? Pues mira tú qué mala suerte que justo antes de la Batalla de Nájera había sido hecho preso, por lo que no pudo acudir a luchar al lado de Pedro I ni tampoco al lado de Enrique II. Se cree que lo de ser apresado lo organizó él mismo precisamente para no tener que quedar mal con ninguno de los dos, pues es de sentido común que no podía estar del lado de ambos en la batalla. Por eso esperó a ver cómo se resolvía el problema para saber a quién debía seguirle el juego en lo sucesivo. Por esto se dice en algunas fuentes historiográficas que dejó que las tropas arrasaran los pueblos de quienes habían apoyado al bando perdedor. Aunque lo cierto es que la batalla la ganó Pedro I pero la guerra la terminó ganando Enrique II.
Tras toda esta destrucción, Carlos II inició una etapa de reducciones o incluso exenciones fiscales, autorizó a sus súbditos a explotar los sotos reales para obtener leña, encargó recuentos de fuegos para ver con cuánta gente se había quedado el reino… Pero las consecuencias de esta guerra, sumadas a las epidemias y las malas cosechas, hicieron que la población se viera muy reducida y empobrecida, lo que contribuyó a ver necesaria la concesión general de hidalguía en el caso de San Vicente de la Sonsierra para ver si así levantábamos cabeza.
Navarra era un reino debilitado que, a través del Tratado de Briones de 1379, tuvo que ceder como rehenes veinte castillos durante un plazo de 10 años, aunque para 1387 se devolvieron pues se veía que el nuevo rey, Carlos III el Noble de Navarra, iba a ser menos problemático que su padre. Al fin y al cabo, lo habían casado con una hija de Enrique II de Castilla para asegurarse de que no volviera a haber guerra entre los dos reinos. Pero la esperanza iba a durar poco pues el yerno de Carlos III era el infante don Juan de Aragón, y ya hemos visto la obsesión que tenía con reclamar títulos y tierras en Castilla.
En 1429, una vez que Blanca I ya había sido coronada reina de Navarra y el infante don Juan era rey consorte con el nombre de Juan II de Navarra (todavía no de Aragón), desde Castilla se encargó a Pedro Fernández de Velasco que viniera a defender la frontera, para lo cual se instaló en Haro. Suponemos que esto a Juan le tuvo que sentar fatal porque era parte de su señorío. Desde allí, Pedro atacó Navarra, apoderándose de San Vicente de la Sonsierra entre otros varios sitios. Con el tratado de paz de Toledo de 1436 devolvió San Vicente pero Haro se lo quedó ya para siempre.
Otra familia castellana que dio mucha guerra fueron los Estúñiga (a la que pertenecía el Obispo de Calahorra). Los propios señores castellanos se enzarzaron en peleas internas por el control de La Rioja, cosa que Juan II de Navarra había aprovechado para su beneficio en Castilla. En 1445 Juan fue definitivamente derrotado en la Batalla de Olmedo y allí murió su hermano, el otro infante de Aragón que estaba metido en la pelea por Castilla. La familia Manrique, condes de Treviño, estaba del lado del infante Juan en su enfrentamiento con el Príncipe de Viana porque esperaba poder quedarse a cambio con Logroño y todo lo que pillara, ya de paso. Por su lado, el príncipe Enrique de Castilla entró en Navarra en 1451 y comenzó una dinámica de acercamiento a los beamonteses, que le entregaron algunos castillos como rehenes a cambio de recibir su apoyo militar. De esta forma, San Vicente, Laguardia y Los Arcos pasaron definitivamente a poder castellano en 1461.
Al inicio del reinado de Enrique IV, las familias nobles castellanas estaban aliadas con las navarras de una forma distinta a como lo estarían al final, pues lo que en realidad les interesaba era obtener beneficios propios y el conflicto entre agramonteses y beamonteses sólo era una excusa. Esto hace que sea complicado seguir sus alianzas, pero nos deja claro que la Sonsierra no era más que un peón y a estas alturas ya ni a Juan II de Navarra ni a Enrique IV de Castilla les preocupábamos demasiado.
En 1463 tuvieron lugar las Conversaciones de Bayona, en las que participaron beamonteses y agramonteses y sobre todo metió mano el rey Luis XI de Francia. Se acuerda que Juan II de Aragón y Navarra ceda a Enrique IV de Castilla todas las plazas que ya tenía ocupadas más la merindad de Estella. Esto, que a Luis XI le parecía una solución estupendísima, en la práctica no era viable. Estella siguió en poder de Navarra y había jaleos sobre si se debía o no pagar aduana, por lo que Juan II y Enrique IV decidieron dejar el tema en el aire para hablarlo entre ellos con más calma.
En este contexto podemos preguntarnos cómo se tomaría la gente de San Vicente la situación pues, aunque había sido sometidos al control castellano, tampoco era precisamente la primera vez que pasaba y luego siempre acababan devolviéndolos a Navarra. Y sabiendo que el rey navarro había dejado en suspenso el tema del reparto de tierras, es comprensible que los vecinos renegaran de su nueva identidad castellana confiando en que, más pronto que tarde, las aguas volverían a su cauce. A esto se une el hecho de que el poder de Enrique IV de Castilla en la zona se debilitó mucho en los últimos años de su reinado, pues con los problemas sobre su sucesión, la acusación de que su hija Juana la Beltraneja no era hija suya, y con su medio hermana Isabel la Católica conspirando para heredar la corona, bastante tenía el hombre en casa como para estar muy pendiente de la frontera con Navarra.
Con tanta guerra, soldados van y vienen, ocupación y devolución de plazas, se había disparado el bandolerismo, por lo que Enrique IV dio orden en 1466 de que San Vicente debía unirse a la Hermandad de Álava. Sin embargo, o no sirvió de mucho, o no se le hizo caso con mucha gana, pues en 1473 se acordó formar una Hermandad específica entre las ciudades de los dos lados de la frontera castellano-navarra para luchar contra el vandalismo, con reuniones conjuntas y coordinación de actuaciones. Esto tampoco fue efectivo, los pueblos no tenían afán de colaborar y, repetimos, en San Vicente estábamos más por la labor de negar que ahora éramos castellanos que por la colaboración impuesta.
Finalmente, en 1512 Navarra fue oficial y definitivamente anexionada a la corona de Castilla a través de los Reyes Católicos, con lo que se terminó el papel fronterizo de nuestro pueblo y también los sueños de dejar de ser castellanos. Pero el gentilicio de “renegados” se nos quedó ya grabado a fuego y sigue siendo, hoy día, motivo de orgullo para nuestras gentes.