La destrucción de castillos en el S.XVI
¿Alguna vez te has preguntado por qué quedan tan pocos castillos en Navarra, teniendo en cuenta los jaleos que hubo en la Edad Media, los ataques militares, las guerras constantes y la importancia de sus fronteras? ¿Por qué en San Vicente se conservó el castillo y la muralla pero en muchos otros sitios no? Lo que sucedió es que en el siglo XVI, cuando Navarra fue anexionada a Castilla, se dio orden de derruir las fortalezas, respetando solamente aquellas que: o bien estaban en ubicaciones estratégicas, o bien pertenecían a familias nobles de confianza de los Reyes Católicos. Para este momento San Vicente hacía décadas que estaba en manos de nobles castellanos, por lo que nuestro castillo se libró de ser arrasado porque no suponía una amenaza gracias precisamente a aquello de lo que tanto renegábamos.
Hemos visto que en 1461 Castilla se anexionó la Sonsierra y, aunque en San Vicente estuvimos renegando durante varias décadas, al final no quedó otra opción más que aceptar la nueva realidad. Pero durante esas décadas el resto de Navarra siguió en guerra, tratando de mantener la independencia mientras Aragón, Castilla y Francia presionaban en sus fronteras tratando de ganarle terreno.
En 1512 Fernando el Católico consiguió que el Papa Julio II excomulgara a los reyes de Navarra y, como en aquella época el poder de los reyes se justificaba por ser los elegidos de dios, si te excomulgaban ya no eras rey. Fernando dijo que el trono estaba vacante y se quedó con Navarra. Además, después de quedarse viudo de Isabel, Fernando se había casado con Germana de Foix, que era biznieta de Blanca I de Navarra y cuya familia seguía defendiendo ser los legítimos reyes de Navarra. Como es de suponer, todo esto no sentó muy bien a los anexionados y se hicieron tres intentos de recuperar la corona por parte de la familia real navarra con la ayuda del rey de Francia.
Pero ¿qué hacía Francia metiéndose otra vez en las cosas de Navarra? En estos años había al otro lado de los Pirineos una zona llamada Ultrapuertos donde estaba reinando como rey de Navarra Enrique II, biznieto de Leonor (hija de la reina Blanca I y hermana de Carlos Príncipe de Viana). Enrique, a su vez, era sobrino del rey Luis XI de Francia, el que estuvo redactando las paces de Bayona para el reparto de Navarra entre Castilla y Aragón donde se decidió que San Vicente pasara a Castilla. Por otro lado, cuando Carlos I de España (hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso) fue coronado emperador en Alemania, el rey de Francia tuvo un nuevo motivo para ponerse en su contra pues él también había aspirado al trono alemán, quería quedarse con Nápoles (que estaba controlado por los españoles) y ya de paso esperaba poner freno al expansionismo español, que tras llegar a América estaba en auge.
Después de esta primera revuelta de 1512, Fernando decidió que, en parte como castigo y en parte como medida defensiva, había que derribar algunas fortalezas de Navarra y construir un nuevo castillo en Pamplona, aunque hoy día no se conserva.
Poco después, en 1516, murió Fernando y surgió el problema de la sucesión en Castilla pues la heredera era su hija Juana, a la que habían incapacitado diciendo que estaba loca, por lo que debía heredar su hijo Carlos, que estaba en Alemania. Hasta que llegara de allí se quedó de regente el Cardenal Cisneros. Éste preveía que en Navarra podría haber un nuevo alzamiento así que envió tropas a Pamplona y, tras sofocar la rebelión, dio orden de derruir todas las fortalezas salvo las que fueran consideradas estratégicas o pertenecieran a los beamonteses.
El tercer intento de recuperación de la independencia navarra fue en 1521, aprovechando que Carlos I de España (y V de Alemania) estaba ocupado sofocando la revuelta de los comuneros en Castilla. El rey de Francia envió soldados que, junto con los del rey navarro en Ultrapuerrtos, invadieron Navarra a la vez que se levantaba todo el reino contra la dominación castellana. Y cuando digo todo el pueblo incluyo también a los beamonteses, que hasta ahora habían estado del lado de los castellanos.
Los sublevados cruzaron Navarra, sometieron Los Arcos y fueron a atacar Logroño. Pero perdieron, y esa victoria castellana es la que se celebra todos los años por San Bernabé, el día 11 de junio. Carlos I recuperó terreno y, para ver si así conseguía pacificarlos de una vez por todas, promulgó varios perdones generales que hicieron que, al fin, se sometiera el territorio, integrando a los rebeldes en las filas castellanas y pudiendo implantar por fin una administración castellana fuerte.
Algunos ejemplos de castillos, murallas o incluso iglesias fortificadas que fueron derribadas son: Sangüesa, Rocaforte, Tudela, Corella, Tafalla, Olite, Falces, Azagra, Peralta, Mendigorría, Lerín o Cintruénigo, el monasterio de Orreaga-Roncesvalles...
Teniendo todo esto en cuenta cabe preguntarse cómo se tomaron los navarros de la época la destrucción de sus castillos y murallas. Lo cierto es que no fue de manera unánime, sino que hubo quien lo valoró de forma positiva mientras que otras personas lo interpretaron como una grave ofensa y un ataque a la población, a su historia, a su identidad y a su orgullo.
No sólo se derribaron castillos y murallas, sino que también se demolieron algunas iglesias fortificadas, lo que contribuyó a que surgieran leyendas populares sobre el posicionamiento hasta de los santos y vírgenes en contra del derribo. En algunos casos incluso se atribuía a los edificios un afán vengativo. Si la tumba de Tutankamón se vengó de sus descubridores matándolos con una plaga mágica, las fortalezas navarras lo hicieron desplomándose sobre los operarios que las derruían, como en el caso de la fortaleza de Montilla, o provocando la muerte fulminante de quienes las amenazaran, como contaba la leyenda que le pasó al coronel Cristóbal de Villalba tras amenazar con derruir la torre de la iglesia de San Miguel de Estella.
Los que estaban a favor de la demolición decían que esto les había salvado frente a los franceses pues al haber derruido ya algunas fortalezas, los invasores no habían tenido dónde refugiarse. Los que estaban en contra afirmaban que el no tener las murallas había favorecido la invasión francesa pues no habían tenido desde dónde resistir el ataque.
En el siglo XIX y principios del XX se romantizó la Edad Media y se basó la ideología nacionalista de la patria sobre esta época por lo que, en el caso de Navarra, se enfocó la destrucción de los castillos como un auténtico drama para la población.
Sin embargo, en el siglo XVI que es cuando se derribaron, las quejas que se presentaron al rey de Castilla vinieron de parte de la nobleza, que tenía otros motivos para quejarse más allá de lo bonitas que fueran las murallas almenadas. Las fortalezas eran suyas, de los nobles, y representaban sus privilegios y su fuerza, por lo que ver las murallas derrumbadas y las torres desmochadas era un recordatorio de que, bonito mío, tú ya no mandas aquí. El lado curioso de esto es que, como la nobleza estaba dividida (beamonteses contra agramonteses), les parecía fatal que les quitaran sus fortalezas, pero celebraban el derrumbe de las del vecino.
Para las ciudades también suponía un trastorno pues las murallas les servían para defenderse de los enemigos pero también, y con mucha más frecuencia, para defender la ciudad frente a gentes conflictivas (había grupos que vivían extramuros, normalmente más pobres o de otras religiones), frente a elementos naturales (como crecidas del río o epidemias), para gestionar la recogida de impuestos, etc. Hasta el punto de que hubo quienes intentaron sobornar a los encargados de los derribos para que dejaran sus murallas en pie.
Por otro lado, en el siglo XVI estaba aumentando la población, y tener la ciudad limitada por murallas era un problema constante. Hay documentadas multitud de solicitudes para que se abrieran nuevas puertas que facilitaran el movimiento de la población. Y en los casos en que se eliminaron los muros, el espacio libre que quedó fue muy cotizado, suponiendo una fuente de ingresos para las arcas públicas al vender las parcelas.
Para el pueblo llano, el castillo era el símbolo de la opresión y la violencia señorial, así que en muchas ocasiones se alegraban de verlos caer e incluso hubo casos en los que se pidió formalmente el derrumbe del castillo local. Había castillos que incluso servían de refugio a los bandoleros, pues algunos nobles “toleraban” la inseguridad en los caminos ya que les beneficiaba económicamente que el castillo fuera el refugio del pueblo. Los castillos tenían derecho de asilo, que permitía refugiarse en ellos a los delincuentes perseguidos por la ley siempre y cuando no fuera por delitos de traición o muerte alevosa. Pasaba parecido con algunas iglesias fortificadas, que servían de refugio para los bandoleros, pero en estos casos no se pedía la demolición sino solamente que se eliminara sus sistemas de defensa.
Sin olvidar que había castillos ocupados por soldados a los que tenían que mantener los pueblos del entorno, lo que suponía una gran carga económica para el pueblo llano. Lo de ahorrarse el coste de mantener las fortalezas y, sobre todo, a los soldados que las defendía, fue también un punto a favor del derribo desde el punto de vista de la corona, que tenía que invertir también un buen dinero en salarios y obras.
Por último, la piedra de las demoliciones se reaprovechaba por la gente para construir casas, ermitas, puentes, o cualquier otra cosa que les hiciera falta, por lo que el supuesto dolor por la humillación ante el pueblo castellano seguramente fue bastante menor de lo que la nobleza reflejó en sus documentos y que es lo que pasó a la historia como la versión oficial del sentir navarro.
En cualquier caso, en San Vicente se mantuvo el castillo en pie, ya que la población había sido cedida al control del Conde de Urueña ya en el siglo XV, y posteriormente pasó a manos de los Condes de Castilnovo, de apellido Velasco. Ahora ya sabemos un poco mejor cómo y por qué muchos de los castillos fronterizos de Navarra fueron destruidos mientras que el nuestro se mantuvo en pie.