A los pies de la sierra de Cantabria...

San Vicente de la Sonsierra

Okupas en San Vicente

Habíamos visto ya que, al acabar la Edad Media, cuando el reino de Navarra fue definitivamente anexionado por Fernando el Católico, la Sonsierra dejó de ser zona fronteriza y, por lo tanto, el recinto fortificado de San Vicente dejó de tener utilidad militar. A partir de aquí se convirtió en una serie de instalaciones más dentro de la vida doméstica del municipio, que estaba construido en la ladera del cerro. Con el tiempo, se amplió el pueblo fuera de la muralla, se construyó una iglesia más grande que la que había y se empezó a enterrar a la gente en su interior, luego se vio que aquello muy higiénico no era y justo cuando se empieza a pensar en hacer los enterramientos en el patio de armas… ¡zas!, se nos llena el pueblo de gente de fuera.

Estamos en 1807 y Napoleón se estaba paseando por Europa cuando le dijo al rey de España, “oye, déjame que pase a mis tropas a Portugal, que quiero conquistarlo. Pero a ti no, ¿eh? Tú tranquilo que a ti no te hago nada”. Y Carlos IV le dejó paso libre. Pero claro, como ya hemos visto que sucede normalmente en la historia, una vez que movilizas a tus tropas y las tienes por aquí, pues ya te quedas y conquistas todo a tu paso, que eres francés pero no tonto. Y así fue cómo las tropas napoleónicas se nos metieron en casa, literalmente.

El 3 de enero de 1808 recibimos aviso de que estaban a punto de llegar 600 soldados franceses y que nos buscáramos la vida para ver cómo lo hacíamos porque había que alojarlos en San Vicente. Se preparó a toda prisa el Palacio de los Davalillo (en la calle Mayor, número 12), tirando tabiques para hacer sitio, incautando camas por todo el pueblo para ponérselas a los soldados (los vecinos ya si eso pues a dormir en el suelo), etc. Pero no es hasta el día 20 o el 22 de enero que se presentaron por aquí, y lo hicieron solamente 436 en lugar de los 600 que se esperaban. Al llegar echaron un vistazo al palacio que se les había preparado y no les gustó, así que hubo que repartirlos por las casas. El 24 de enero oyeron misa de campaña oficiada por el cura del pueblo. Los días 2 y 6 de febrero murieron sendos soldados y se los enterró a ambos en la iglesia de Santa María la Mayor. Se ve que muy a gusto no debieron de estar en el pueblo (recordemos que nos estaban invadiendo, y que la principal característica de la Guerra de la Independencia iba a ser la resistencia del pueblo llano mediante la milenaria técnica de “hacer la puñeta”) ya que el 8 de febrero la tropa se marchó a Santo Domingo. Aquí sólo dejaron a los enfermos, que estaban usando la cárcel del ayuntamiento como hospital. El día 15 se murieron otros 2 soldados, pero las tumbas de la iglesia estaban ya a rebosar así que fueron enterrados en la ermita de San Pelayo. De los enfermos que quedaron, se murieron otros 10 y también los enterraron en esa misma ermita. El 1 de marzo, el resto de los soldados dejaron el pueblo, cuando se hubieron recuperado lo suficiente, el temporal de nieve amainó y las vías estuvieron transitables. Según las fuentes, este último grupo lo formaba un sargento, un cabo, un tambor y siete soldados. A su partida dejaron en el pueblo 600 raciones de comida, que fueron repartidas entre los vecinos más necesitados.

El 2 de mayo siguiente se produjo el levantamiento popular en Madrid y es cuando se considera que empieza la Guerra de Independencia. Por cierto, el levantamiento fue el día 2, pero los fusilamientos del famoso cuadro de Goya fueron el día 3, que a veces la gente se confunde con la fecha. Se dice que, en vísperas de la Batalla de Vitoria (18/06/1813), el alcalde de San Vicente tuvo noticia de la que se estaba preparando y salió a caballo a dar la voz de alarma por Peñacerrada para que los españoles estuviesen prevenidos del ataque.

De esta etapa de nuestra historia nos queda una anécdota que seguro que has oído y que explica el origen de la expresión “este vino sabe a francés”. Cuenta la leyenda que un campesino riojano tuvo un encontronazo con un soldado francés que terminó con éste muerto. Para evitar las represalias por haber matado al soldado, el campesino metió el cadáver en una barrica de vino y allí lo dejó. Con el paso del tiempo, al catar el vino la gente comentaba que tenía un “algo” diferente, a lo que el hombre sólo decía “sabe a francés”. No hay forma de saber si algo de esto sucedió de verdad. Es una expresión que se utiliza también en otras zonas vinícolas del norte de España y, si bien en tiempo de guerra cualquier situación parece plausible, quizá tenga más que ver con las nuevas técnicas de elaboración del vino que importamos desde Francia. Pero oye, una leyenda así de colorida siempre tiene más tirón.

Pasados unos años de la invasión napoleónica, y sin que a los vecinos se les hubiera olvidado aún el susto, tuvo lugar un nuevo episodio de ocupación por parte del ejército, esta vez español. Estamos hablando de las Guerras Carlistas.

Fernando VII no conseguía tener un hijo, en masculino, al que dejar la corona, así que su hermano Carlos María Isidro se pasó varios años haciéndose ilusiones de ser él quien heredase el trono. Como es lógico, cuando murió Fernando y se quedó de heredera su hija Isabel II, fue un jarro de agua fría tanto para Carlos como para los absolutistas que habían estado haciéndole la pelota con idea de pillar tajada cuando fuera coronado. Enfrente estaban los políticos liberales apoyando a la reina viuda regente, no porque le tuvieran especial aprecio sino porque la veían como una herramienta para gobernar ellos mismos. La guerra civil estaba servida. Aunque en principio el carlismo nació para defender el absolutismo, pronto derivó hacia la defensa de lo medieval incluyendo los fueros, motivo por el cual este movimiento castellano tuvo un gran respaldo en País Vasco y Navarra. Una vez más, a los de San Vicente nos tocaba ser zona de frontera.

Al principio, San Vicente se decantó por el bando carlista (los del lado del tío de la reina). Parece ser que el 9 de noviembre de 1833 viene al pueblo el general Basilio Antonio García, que cruzó el Ebro a finales de diciembre por el Valle de Ocón y pasó la cordillera Ibérica. Sin embargo, muy bien no le salió la incursión, al menos en lo que respecta a nuestro pueblo, porque en 1834 el castillo fue ocupado por el ejército liberal del general Zurbano (los del lado de la reina). Lo que quería hacer era utilizarlo de base de prisioneros para intercambiarlos luego por los suyos, y para ello reedificó el recinto fortificado.

En el castillo, se recrecieron las murallas y se construyeron nuevas instalaciones en el patio de armas. Puede que también fuera en este momento cuando se hizo la obra de remodelación del aljibe que, aunque también se lo conoce como “cuarto de los moros”, no era otra cosa que el depósito de agua del recinto, una instalación fundamental para resistir un asedio. Pero en esta época la guerra tenía otros ritmos y quizá no se vio necesario. Lo cierto es que se cerró el techo, se dividió en dos salas mediante una pared con una puerta, y se excavó un gran pozo que, aún hoy, no sabemos para qué serviría.

En estas labores estaban ocupados cuando llegó al pueblo un brote de cólera morbo, la epidemia de la época, y durante el mes que duró el azote murieron muchísimas personas. Como recordarás, la iglesia ya no era zona de enterramientos, sino que en 1814 se había empezado a usar el recinto fortificado como cementerio. Pero claro, entre que estaban los soldados y que en medio de una epidemia no da tiempo a enterrar con orden y sentido, se optó por enterrar a los fallecidos en el piso bajo de la Torre Mayor (un nivel por debajo del suelo actual). Al principio los enterraban con su ataúd y todo, pero pronto se vieron desbordados y tuvieron que darles sepultura envueltos en un sudario y gracias.

Las Guerras Carlistas fueron tres, y se las fecha de esta forma: la primera de 1833 a 1839, la segunda de 1847 a 1860 y la tercera de 1872 a 1876. Sin embargo, como es de suponer, entre una y otra el clima seguía siendo tenso. A esta época le debemos el nombre de la calle Zumalacárregui, ya que se puso en honor de Tomás Zumalacárregui, general de las tropas carlistas que, habiéndose fogueado durante la Guerra de la Independencia, dirigió al ejército conservador en Navarra dándole bastantes quebraderos de cabeza a los liberales.

En 1842 San Vicente figura como sede de la Guardia Nacional, pero una vez más no iban a quedarse los jefazos en cualquier lado, no. Se alojaron en las casas de los vecinos y, para tenerlos localizados y localizables, se hicieron los grafitos rojos en los dinteles de las puertas de las casas donde estaban. Esas pintadas que hay en las fachadas identificaban quién se alojaba en cada casa (sargento, general, oficial, capitán…) de forma que, si un soldado tenía que ir a buscar a alguno, se los pudiera localizar con mayor facilidad. ¿Te has fijado alguna vez en ellas? Cuando tengas un rato, date un paseo por el centro del pueblo a ver cuántas de estas pintadas puedes encontrar.

Entre abril y mayo de 1873 hubo otra guerra carlista y de nuevo fuimos campo de batalla. Esta vez del lado liberal, fuimos atacados por los carlistas, que entran por la calle Mayor mientras que los liberales se defienden desde el castillo. Los carlistas, al ver que no habían podido tomar el recinto fortificado, se dirigen hacia Briones, donde tampoco consiguen su objetivo. Lo que sí habían conquistado era Laguardia, así que los liberales se reagrupan en nuestro pueblo para ir a reconquistarla, llevando una compañía de voluntarios de nuestro pueblo entre sus filas. Las tropas que venían desde Haro, cruzaron el Ebro por nuestro puente. San Vicente, junto con Haro y Fuenmayor, estaba encargado de vigilar la línea del Ebro. Fue sitiado por los carlistas, que tenían destacamento en Rivas, Peciña y Labastida. Finalmente, en 1876, los liberales se hicieron con el control de la zona poniendo fin a las Guerras Carlistas.

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